sábado, 2 de septiembre de 2017

Poner el cuerpo

Es bastante común que si juntas a varios hombres a hablar sobre cierto tema, todos y cada uno sienta la necesidad de dar su opinión. Entre más académico sea el encuentro, más se vuelve una superposición de saberes, un entramado de citas de autores, principalmente, y una que otra autora.

Fue por eso que me sorprendió lo poco que usé la voz en el taller sobre masculinidades no hegemónicas, o como para mí se llamó: PONER EL CUERPO.

Considerando el cuidado de otras personas y el de uno mismo como la antítesis de la violencia, en lugar de hacer un tratado sobre esta, mejor podemos aprender a cuidarnos. Pero... ¿cómo hacerlo si ni siquiera sabemos acercarnos, mirarnos entre hombres? Una respuesta puede ser a través del juego. Pero nada de juegos de competencia, sino juegos divertidos en donde la otra persona está en tus manos; "pero estás en mis manos y me tienes", dice Jaime Sabines.

El silencio estaba presente con su pesada solemnidad que hace del juego un ritual: mi mano guiaba su cuerpo sin tocarlo; su rostro tenía que seguir a donde quiera que la moviera: arriba, abajo, dando vueltas, lejos y cerca, entendiendo las limitaciones de nuestros cuerpos que danzaban una canción silente, procurando no chocar con otras parejas, o con las paredes. Después él me guiaba, y había erotismo en ello: el juego de respetarse, medir las fronteras, qué sí y qué no, la belleza de callar, poesía sin palabras. ¿Cómo no me iba a acordar de ti?

Nuestros cuerpos son verdaderamente hermosos cuando miramos con detenimiento: la combinación de pliegues y formas; las distintas proporciones; valles, montañas, bosques, dunas y llanuras nos conforman. Nuestra vegetación se mece con un soplo del viento, con una caricia, con el roce de los labios; y está tan llena de vida; se eriza y se encrespa, se humedece y se excita. El cuerpo danza y canta; a veces grita y otras calla.

Era tiempo de admirarlo, de reconocernos, aprendernos como te aprendí y me aprendiste en cada una de aquellas noches, pero sin tocarnos. La otra persona, parada e inmóvil, se limitaba a sentir la mirada de escrutinio, la respiración del otro, y sentir a su vez las manos que, a un palmo, separadas de la piel por centímetros, tenían que recorrer cada parte de su cuerpo. El ritual sustituye al juego, nuevamente inmerso en el silencio. Observar y ser observado, con ojos que nada buscan, como si acabaran de nacer.

Dentro de esa atmósfera ceremonial, pasamos a un cuarto con poca luz. Sobre el piso se encontraban tendidas dos cobijas, y sobre cada una se recostó uno de nosotros. El resto tenía por instrucción llevar a cabo el último ritual: divididos en dos grupos, cada uno se acercaría a uno de los que estaban sobre el suelo, y haría ruidos con su cuerpo, con su boca y su voz; todo tipo de ruidos: imitaciones de animales, hojas que cantan al viento, el río que corre, un búho, un ticús, el ronroneo de un gato, insectos, bichos, la lluvia: un concierto del mundo, de la vida que ocurre entre los bosques y selvas, a su propio ritmo y armonía, recordando al mismo tiempo al arrullo de una madre o un padre que entre sus brazos nos duerme. Ahí estaba cada uno en su momento, expuesto y, al mismo tiempo, cuidado por los otros, como un masaje sonoro que cura las heridas del alma; como un cariño que se expresa fuera de los conceptos permitidos de amor y afecto, que trasciende el cuerpo y lo sexual, y acerca a las personas más allá de las palabras.

Hay cosas que significan tanto, que dejan una huella indeleble, como un tatuaje que no duele. Cosas que se quedan grabadas como una sonrisa pintada de azul que dobla la esquina; como una danza entre gente desconocida y un ligero nerviosismo, que culmina con un beso que sólo significa un nuevo comienzo; como el abrazo entre dos cuerpos que se conocen y se respetan; como un bálsamo que se unta en la espalda acompañado de un beso que no puede faltar; como el té que se prepara en la madrugada para la tos que no deja dormir; como el abrigo y el abrazo cálido tras llegar de noche de una ciudad lluviosa; como una compañía que disfrutas tanto. Cuidarse mutuamente.

¿Cómo llegar a quienes hay que llegar? ¿A los que sí golpean, a los que sí matan? ¿Cómo llegar a la periferia, a las cárceles, a los barrios donde no me siento seguro de siquiera entrar? Poniendo el cuerpo. Escuchando. Aprendiendo a callar. Un like no basta. Un artículo compartido, un meme, una publicación, no son suficientes.

Es el mismo cuerpo que usamos para amar y encontrar el placer, el que usamos para lastimar y herir. Estas manos que pueden empuñar un arma, ahora empuñan una pluma, y son las mismas que usaba para acariciar tu espalda.

Hay que cantar juntos en lugar de insultarnos; hay que sustituir el apretón de manos que tritura mis huesos con ínfulas de poder, por un beso barba con barba, mejilla con mejilla, boca con boca; hay que abrazarnos, sentirnos, conocernos y reconocernos; hay que cuidarnos.

Es momento de buscar otras formas de vivir y disfrutar. Es hora de las fiestas sin alcohol, de los juegos donde nadie pierde y todas y todos ganan, de bailar por bailar. Enterremos las intenciones bajo una piedra pesada, renunciemos a la cacería de presas sexuales. Podemos crear nuevos ritos, poner la vida en el centro. ¡Ahora, más que nunca, es tan necesario!

2 de septiembre del 2017