Las lágrimas van al cielo y vuelven a tus ojos desde el mar.[...]Volverás a esperanzarte, y luego a desesperar.Y cuando menos lo esperes, tu corazón va a sanar.Jorge Drexler
Hace
tiempo visité la gran cascada de El Salto en Minatitlán, Colima. Estando frente
a ella, podía sentir su fuerza inmensa, escuchar su estruendo, y ante
tal espectáculo, no había palabras que valieran la pena pronunciar. De
pronto me di cuenta de que, así como el agua corría en raudales durante
ese preciso momento, el tiempo pasaba también: estampidas de sucesos,
cambios, voces y rostros, emociones, palabras, decisiones, actos,
pasaban de un segundo a otro a ser recuerdos.
El
tiempo es implacable. Un verdadero maestro de la transformación. A
veces actúa tan lentamente que es difícil percibir su paso; otras
ocasiones nos embiste de manera repentina e inesperada, y antes de que
podamos reaccionar, ya nos ha cambiado. Es precisamente el cambio la
principal herramienta que tenemos para crecer. Por desgracia, crecer
muchas veces duele. Implica desprendernos de aquello que éramos, cosas
que teníamos, personas que estaban a nuestro lado, y enfrentarnos a una
forma nueva de ser y de vivir. Es, sin embargo, tan necesario como
soltar el aire, para poder respirar de nuevo, y negarlo sería igual de
absurdo que esperar que la mencionada cascada detuviera su curso, sólo para
tratar de aferrarnos al agua que pasa en ese ínfimo instante, y ver cómo
se escurre entre nuestros dedos.
La vida, por
definición, comprende una serie de cambios, y nada que se pueda llamar
"vivo" escapa de ellos. Nosotros en particular, como seres humanos,
estamos provistos de la capacidad de ser conscientes, para bien y
para mal, de los eslabones que construyen nuestra existencia; y el
último ellos en especial, suele generarnos conflicto: la muerte. A pesar
de que todos sin excepción la experimentaremos algún día, o quizá
precisamente por eso, se nos dificulta aceptarla como parte de nuestra
vida. Y cuando es una persona que amamos, la que llega a este punto del
camino, nos duele en el alma.
Todo alrededor
evoca el recuerdo, y sentimos como si una parte de nosotros se hubiera
desvanecido. Comenzamos a ser conscientes de la ausencia, y un vacío se
gesta en nuestro corazón. Pero sólo se trata de una ilusión pasajera.
Poco a poco nos daremos cuenta de que la persona amada vive en nosotros,
a través de las cosas que de ella aprendimos, las vivencias y emociones
que dibujan en nuestro rostro una sonrisa, de manera que nada nos
quita; por el contrario, nos enriquece.
Si
aceptamos la muerte como parte fundamental e inexorable de la vida, ésta
adquiere una condición de efímera y fugaz. Así, con la certeza de que
todos, tarde o temprano, llegaremos a dicha etapa, está en cada uno de
nosotros decidir de qué manera queremos utilizar el tiempo que tenemos.
Si deseamos vivir arrepentidos por lo que alguna vez dijimos o callamos,
pensando en lo que hubiera sido, creando un mundo imaginario que nos
aísla del verdadero; o atesorar la memoria de aquellas personas que ya
no están físicamente con nosotros, agradecer las cosas que nos
enseñaron, y abrir nuestro corazón para expresar día a día lo que
sentimos hacia las que aún nos acompañan, y no hasta que sea demasiado
tarde.
Cuando una mariposa, después de días que
parecen siglos, emerge al fin de su capullo, despliega sus alas y vuela
en libertad, jamás añora su encierro, pues ahora tiene el cielo entero
para navegar. Dejemos que las personas que se han ido, libres ya de las
limitaciones del cuerpo, de dolor y sufrimiento, nos abracen tiernamente
con su recuerdo. Por ahora viven en nuestro corazón, pero algún día
volaremos juntos otra vez.
A Dani Macedo
DEP
16/08/2016
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