miércoles, 12 de septiembre de 2018

Van a volver


¡Van a volver, van a volver!
¡Las balas que disparaste van a volver!”

Se me hinchan las venas,
se me tensa el cuerpo
al momento en que el grito
sale de mi garganta.

Me emociona proclamar la venganza
hacia aquellas personas que,
según mi juicio,
la merecen.

Pero también hay miedo;
y me pregunto:
¿Encontrarían mis dedos la fuerza
si tuviera que jalar de un gatillo?
¿Qué pasaría por mi mente al ver que,
en una mirada,
la vida desaparece poco a poco?
Pero, ¿qué no la vida desaparece
todo el tiempo?
¿Qué no se la llevan a su paso
las máquinas en su fragor civilizatorio?
¿Qué no la arrebata el policía
de un disparo cobarde
en nombre de la ley?

¡La sangre que derramaste la pagarás!”

Una mezcla de anhelo, furia y temor
pareciera pedirle a las balas
que se disparen solas,
y a los fuegos que,
por sí mismos,
consuman hasta el último escombro
de esta ciudad de mierda.

¿Qué detiene mi mano?
La represión tuvo su efecto
al hacerme dócil.
A cincuenta años
lo que no se olvida
es la lección aprendida
de que la violencia sólo es legítima
cuando viene de un zombi uniformado.

El verdadero terror lo siente aquel
que tiene mucho que perder,
porque sabe bien
que el día que venza el miedo,
toda la vida que despojó
le será arrancada de golpe
y yacerá su cuerpo como punto final
de su propia esquela de muerte.

jueves, 19 de julio de 2018

Exceso de presente

He escuchado quien dice que la ansiedad es un exceso de futuro,
o la depresión un exceso de pasado.
Yo creo, en cambio, que muchas veces, en cualquiera de estas dos condiciones,
el peso lo tiene el presente.

Es justo el momento que pasa, lo que es insoportable, lo que carece de sentido,
lo que aturde. A veces quisiera tener un control remoto para saltarme esos días,
o para pausar un momento el mundo, ponerle "mute" a su bullicio.

Me consta que es el presente lo que se vuelve una carga gigante,
porque pude haber estado bien por meses, y podrían haber días felices por venir,
pero ese preciso momento es capaz de cambiarlo todo, ser determinante.

Consciente de que probablemente sea algo pasajero,  trato de tranquilizarme
y pensar que quizás mañana todo esté bien.
Es una sensación extraña, como si algo en el cerebro se hubiera desajustado
y estuviese fuera de servicio por mantenimiento.
Me siento cansado sin haber hecho esfuerzo físico.
Tengo sueño a pesar de que dormí por muchas horas.
Quisiera hacer algo para distraerme, pero no me apetece hacer nada.

Algo dentro quiere expresarse, pero no soporto hablar y escuchar mi propia voz.
Siento que al hacerlo tengo que fingir, pretender que no pasa nada.
Es notorio que no me encuentro bien y entonces viene la pregunta que no tengo ganas de responder: "¿Estás bien?"

Hoy no estoy para nadie.
Quiero dormir y despertar hasta que pase.

Por lo menos escribir ayuda.
¿Podrías sentarte a mi lado en silencio?
¿Me podrías avisar cuando todo termine?

domingo, 8 de octubre de 2017

No vaya a ser

Alguna vez leí que,
el día que nadie, absolutamente nadie se acuerde de ti,
nadie evoque tu rostro,
nadie rememore tu risa,
nadie piense tu nombre en algún sitio remoto,
ese día morirás;
dejarás de existir.

No dijo si cuando, por fin te recuerden, revives.
Yo espero que sí.

Por si acaso,
hoy te recordé todo el día.
Uno no sabe qué tantas cosas
tengas que hacer y pensar hoy,
qué tanto tengas por sentir y disfrutar,
por lo que resultaría bastante inconveniente
desaparecer así no más.

(Por cierto, ve terminando tus pendientes,
que ya casi me voy a dormir
y no sé si soñarte cuenta)

domingo, 1 de octubre de 2017

De onvre a onvre


Este país está en guerra contra las mujeres que viven en él. Se estima que del 2013 al 2015 fueron asesinadas 7 mujeres diariamente en México. De acuerdo con un reporte del INEGI en el 2011, 47 de cada 100 mujeres declararon haber sido víctimas de violencia por parte de su pareja; es decir, casi la mitad de las mujeres han sido agredidas por la persona que se suponía que las amaba. Más recientemente se ha dado a conocer más de un caso de abuso sexual por parte de conductores de Uber a usuarias, y por supuesto, está la terrible noticia de Mara, quien fue además asesinada.

Podemos decir que en función de el problema está la solución; entonces cabría preguntarnos: ¿cuál es aquí el verdadero problema? ¿Acaso es Uber o Cabify? ¿Son las autoridades que no vigilan lo suficiente? ¿O el ayuntamiento que no repara el alumbrado público? ¿A lo mejor el hecho de que venía tarde, salió sola, traía falda? Yo veo aquí que, más bien, el común denominador somos nosotros: los hombres.

Debería bastarnos con el hecho de saber que esto es una realidad a la cuál la mitad de la población se enfrenta todos los días; simplemente pensar que son personas cuya libertad se ve trastocada, y tienen que vivir con miedo, depender de un hombre, no salir de noche, rodear ciertas calles; eso debería ser suficiente para comprender y sentir empatía. Pero si en verdad nos cuesta tanto trabajo hacerlo, entonces quizás podríamos pensar en todas aquellas mujeres que conocemos y queremos, familiares, amigas, parejas, y por ellas abrir los ojos.

Muchos podríamos decir: yo también siento miedo de salir a la calle de noche, de que me asalten o me secuestren. Pero valdría la pena pensar, ¿quiénes son los que asaltan y secuestran en su mayoría? ¿A quiénes tememos? Definitivamente, la violencia tiene género. Quizás haya quien piense: «Yo nunca he agredido, violado, mucho menos matado. ¿Qué tiene que ver conmigo entonces?». Ante esta pregunta, podemos preguntarnos cómo cada uno de nosotros colaboramos para que persista esta cultura.

¿Qué me enseñaron que significa ser hombre?

Demostrar mi masculinidad a través de la fuerza; humillar a otras personas para construir mi autoestima con carrilla bullying; hablar entre hombres sobre el cuerpo de las mujeres, y mirarlas pasar por la calle como si fueran objetos; buscar tener la razón ante todo, interrumpiendo todo el tiempo, hablando por encima, acaparando la palabra. Si ser hombre no representara en verdad un privilegio ¿por qué entonces me da tanto miedo dejar de serlo? ¿Por qué me enoja tanto que me digan niñitamaricón? Cualquier cosa que ponga en duda mi hombría me aterra: expresar mi afecto por otros hombres, mostrarme vulnerable, cocinar la comida que yo mismo como, lavar la ropa que yo mismo uso ¡y hasta limpiar el baño donde yo mismo cago!

Sería sensato que cada uno nos cuestionáramos cómo reproducimos ese comportamiento; qué consecuencias tiene en nuestras propias vidas; a quién afectan nuestras acciones, y quién se hace cargo de lo que no hacemos.

Después de hacer una reflexión profunda, tal vez nos demos cuenta de muchas cosas que no nos gusten o nos hagan sentir incómodos. La culpa pesa, pero de nada sirve darnos golpes de pecho, o confesar nuestros pecados al mejor estilo católico para luego salir a seguir pecando. En lugar de eso, es imperante que nos hagamos conscientes de nuestra responsabilidad, y la asumamos de una vez por todas.

¿Qué nos toca hacer a nosotros?

Podemos empezar por redefinirnos a nosotros mismos; que entendamos que nuestra identidad y nuestra valía no es algo que tengamos que estar demostrando todo el tiempo, ni temiendo perder; reconfigurar nuestras relaciones con las mujeres que nos rodean, para que podamos ver personas en lugar de pedazos de carne para nuestro consumo y placer; aprender a callarnos para escucharlas; cambiar la forma en la que interactuamos como hombres, dando lugar a nuestras emociones, y al mismo tiempo, dejar de ser cómplices ante los chistes machistas, los memes de porno en el grupo de WhatsApp, las miradas y piropos que escuchamos en la calle todos los días. Pensemos que el mismo cuerpo que utilizamos para matar y violar, es el que usamos para cuidar y amar. Urge que nos cuidemos entre todos y todas; que en lugar de generar espacios aislados donde puedan estar seguras, hagamos seguros todos los espacios. E igual de importante es aprender a hacernos cargo de nosotros mismos y de otras personas.

En estos tiempos, con la efervescencia de las redes sociales, pareciera estar de moda el feminismo, y hay desde quienes lo promueven hasta quienes lo atacan, al grado de suponer que no es más que odio hacia los hombres, e incluso llamarles feminazis.  La activista Andrea Dworkin alguna vez dijo: «El feminismo no se trata de odiar a los hombres, sino de creer en su humanidad pese a toda evidencia de lo contrario». Si somos de los segundos, tal vez debamos mejor respetar su lucha, y preguntarnos por qué nos hace tanto ruido. Y si somos de los primeros, y sentimos unas ganas urgentes de participar, probablemente lo mejor sea, en lugar de invadir sus espacios, llevar las ideas feministas a nuestros espacios.

Un compañero dijo una vez una frase que me dejó pensando bastante: «Prefiero ser parte activa de la solución, que parte pasiva del problema».

Hoy en día no puede ser más urgente: las estamos matando.

1 de octubre del 2017

sábado, 2 de septiembre de 2017

Poner el cuerpo

Es bastante común que si juntas a varios hombres a hablar sobre cierto tema, todos y cada uno sienta la necesidad de dar su opinión. Entre más académico sea el encuentro, más se vuelve una superposición de saberes, un entramado de citas de autores, principalmente, y una que otra autora.

Fue por eso que me sorprendió lo poco que usé la voz en el taller sobre masculinidades no hegemónicas, o como para mí se llamó: PONER EL CUERPO.

Considerando el cuidado de otras personas y el de uno mismo como la antítesis de la violencia, en lugar de hacer un tratado sobre esta, mejor podemos aprender a cuidarnos. Pero... ¿cómo hacerlo si ni siquiera sabemos acercarnos, mirarnos entre hombres? Una respuesta puede ser a través del juego. Pero nada de juegos de competencia, sino juegos divertidos en donde la otra persona está en tus manos; "pero estás en mis manos y me tienes", dice Jaime Sabines.

El silencio estaba presente con su pesada solemnidad que hace del juego un ritual: mi mano guiaba su cuerpo sin tocarlo; su rostro tenía que seguir a donde quiera que la moviera: arriba, abajo, dando vueltas, lejos y cerca, entendiendo las limitaciones de nuestros cuerpos que danzaban una canción silente, procurando no chocar con otras parejas, o con las paredes. Después él me guiaba, y había erotismo en ello: el juego de respetarse, medir las fronteras, qué sí y qué no, la belleza de callar, poesía sin palabras. ¿Cómo no me iba a acordar de ti?

Nuestros cuerpos son verdaderamente hermosos cuando miramos con detenimiento: la combinación de pliegues y formas; las distintas proporciones; valles, montañas, bosques, dunas y llanuras nos conforman. Nuestra vegetación se mece con un soplo del viento, con una caricia, con el roce de los labios; y está tan llena de vida; se eriza y se encrespa, se humedece y se excita. El cuerpo danza y canta; a veces grita y otras calla.

Era tiempo de admirarlo, de reconocernos, aprendernos como te aprendí y me aprendiste en cada una de aquellas noches, pero sin tocarnos. La otra persona, parada e inmóvil, se limitaba a sentir la mirada de escrutinio, la respiración del otro, y sentir a su vez las manos que, a un palmo, separadas de la piel por centímetros, tenían que recorrer cada parte de su cuerpo. El ritual sustituye al juego, nuevamente inmerso en el silencio. Observar y ser observado, con ojos que nada buscan, como si acabaran de nacer.

Dentro de esa atmósfera ceremonial, pasamos a un cuarto con poca luz. Sobre el piso se encontraban tendidas dos cobijas, y sobre cada una se recostó uno de nosotros. El resto tenía por instrucción llevar a cabo el último ritual: divididos en dos grupos, cada uno se acercaría a uno de los que estaban sobre el suelo, y haría ruidos con su cuerpo, con su boca y su voz; todo tipo de ruidos: imitaciones de animales, hojas que cantan al viento, el río que corre, un búho, un ticús, el ronroneo de un gato, insectos, bichos, la lluvia: un concierto del mundo, de la vida que ocurre entre los bosques y selvas, a su propio ritmo y armonía, recordando al mismo tiempo al arrullo de una madre o un padre que entre sus brazos nos duerme. Ahí estaba cada uno en su momento, expuesto y, al mismo tiempo, cuidado por los otros, como un masaje sonoro que cura las heridas del alma; como un cariño que se expresa fuera de los conceptos permitidos de amor y afecto, que trasciende el cuerpo y lo sexual, y acerca a las personas más allá de las palabras.

Hay cosas que significan tanto, que dejan una huella indeleble, como un tatuaje que no duele. Cosas que se quedan grabadas como una sonrisa pintada de azul que dobla la esquina; como una danza entre gente desconocida y un ligero nerviosismo, que culmina con un beso que sólo significa un nuevo comienzo; como el abrazo entre dos cuerpos que se conocen y se respetan; como un bálsamo que se unta en la espalda acompañado de un beso que no puede faltar; como el té que se prepara en la madrugada para la tos que no deja dormir; como el abrigo y el abrazo cálido tras llegar de noche de una ciudad lluviosa; como una compañía que disfrutas tanto. Cuidarse mutuamente.

¿Cómo llegar a quienes hay que llegar? ¿A los que sí golpean, a los que sí matan? ¿Cómo llegar a la periferia, a las cárceles, a los barrios donde no me siento seguro de siquiera entrar? Poniendo el cuerpo. Escuchando. Aprendiendo a callar. Un like no basta. Un artículo compartido, un meme, una publicación, no son suficientes.

Es el mismo cuerpo que usamos para amar y encontrar el placer, el que usamos para lastimar y herir. Estas manos que pueden empuñar un arma, ahora empuñan una pluma, y son las mismas que usaba para acariciar tu espalda.

Hay que cantar juntos en lugar de insultarnos; hay que sustituir el apretón de manos que tritura mis huesos con ínfulas de poder, por un beso barba con barba, mejilla con mejilla, boca con boca; hay que abrazarnos, sentirnos, conocernos y reconocernos; hay que cuidarnos.

Es momento de buscar otras formas de vivir y disfrutar. Es hora de las fiestas sin alcohol, de los juegos donde nadie pierde y todas y todos ganan, de bailar por bailar. Enterremos las intenciones bajo una piedra pesada, renunciemos a la cacería de presas sexuales. Podemos crear nuevos ritos, poner la vida en el centro. ¡Ahora, más que nunca, es tan necesario!

2 de septiembre del 2017

jueves, 10 de agosto de 2017

Naufragio

¿A quién vamos a culpar ahora?
¿Quién es responsable de la terrible enfermedad que azota a este pueblo?
Cada vez me es más difícil ignorar los síntomas cuando los veo en el espejo,
en el rostro de la gente o, peor aún,
de mis amigas y amigos cuando les miro a los ojos
y veo esa desesperación,
las ganas de gritar,
de hacer algo: lo que sea,
de sentir;
esa urgencia de saberse con vida,
accediendo a placeres nimios,
cazando cualquier estímulo.

Estamos en una doliente paradoja: un exceso de carencia,
la ausencia de sentido,
un vacío que buscamos llenar a toda costa con un dios
con reconocimiento,
con violencia cruda en dosis diarias a través de una pantalla,
poseer algo,
¡poseer todo!,
y poseer la verdad, sobre todo.

¿Quién le da vueltas a este carrusel, que no me deja bajarme?
¿Quién lleva la dirección de este inmenso teatro de apariencias?
¿Quién escribió el guión de esta sátira?
Yo no elegí mi papel.
Ni siquiera sé cuál es.

Estamos muertos,
pero no tenemos descanso.
Creamos con estas manos,
con nuestro diario andar
y nuestro diario hacer,
el mundo que nos envuelve,
pero se nos está prohibido disfrutarlo.
¿Para quién es, entonces?
¿A quién servimos?

Desconozco a qué manos llegará esta carta de naufragio,
en qué playa encallará nuestra vida al garete,
cuánto tiempo más se prolongará nuestra deriva
en el mar del consumismo;
pero sé que es preciso volver
a aquellas tierras vírgenes y abundantes de la infancia,
al primer descubrimiento de los sentidos,
a levantar la vista y encontrar el asombro todos los días,
a trepar árboles,
andar veredas,
nadar en los ríos,
mirar las estrellas,
y principalmente poder detenernos
para apreciar esta gran obra de barro, de tiempo y de agua
que entre millones de manos seguimos creando;
detenernos para servirnos un plato de sopa caliente
que entre todas y todos cocinamos,
para curar nuestras heridas,
para sanar nuestros corazones,
para llenar este vacío,
para vivir en paz.


10/06/2017

martes, 16 de agosto de 2016

Inexorable

Las lágrimas van al cielo y vuelven a tus ojos desde el mar.
[...]
Volverás a esperanzarte, y luego a desesperar.
Y cuando menos lo esperes, tu corazón va a sanar.
Jorge Drexler

Hace tiempo visité la gran cascada de El Salto en Minatitlán, Colima. Estando frente a ella, podía sentir su fuerza inmensa, escuchar su estruendo, y ante tal espectáculo, no había palabras que valieran la pena pronunciar. De pronto me di cuenta de que, así como el agua corría en raudales durante ese preciso momento, el tiempo pasaba también: estampidas de sucesos, cambios, voces y rostros, emociones, palabras, decisiones, actos, pasaban de un segundo a otro a ser recuerdos.

El tiempo es implacable. Un verdadero maestro de la transformación. A veces actúa tan lentamente que es difícil percibir su paso; otras ocasiones nos embiste de manera repentina e inesperada, y antes de que podamos reaccionar, ya nos ha cambiado. Es precisamente el cambio la principal herramienta que tenemos para crecer. Por desgracia, crecer muchas veces duele. Implica desprendernos de aquello que éramos, cosas que teníamos, personas que estaban a nuestro lado, y enfrentarnos a una forma nueva de ser y de vivir. Es, sin embargo, tan necesario como soltar el aire, para poder respirar de nuevo, y negarlo sería igual de absurdo que esperar que la mencionada cascada detuviera su curso, sólo para tratar de aferrarnos al agua que pasa en ese ínfimo instante, y ver cómo se escurre entre nuestros dedos.

La vida, por definición, comprende una serie de cambios, y nada que se pueda llamar "vivo" escapa de ellos. Nosotros en particular, como seres humanos, estamos provistos de la capacidad de ser conscientes, para bien y para mal, de los eslabones que construyen nuestra existencia; y el último ellos en especial, suele generarnos conflicto: la muerte. A pesar de que todos sin excepción la experimentaremos algún día, o quizá precisamente por eso, se nos dificulta aceptarla como parte de nuestra vida. Y cuando es una persona que amamos, la que llega a este punto del camino, nos duele en el alma. 

Todo alrededor evoca el recuerdo, y sentimos como si una parte de nosotros se hubiera desvanecido. Comenzamos a ser conscientes de la ausencia, y un vacío se gesta en nuestro corazón. Pero sólo se trata de una ilusión pasajera. Poco a poco nos daremos cuenta de que la persona amada vive en nosotros, a través de las cosas que de ella aprendimos, las vivencias y emociones que dibujan en nuestro rostro una sonrisa, de manera que nada nos quita; por el contrario, nos enriquece.

Si aceptamos la muerte como parte fundamental e inexorable de la vida, ésta adquiere una condición de efímera y fugaz. Así, con la certeza de que todos, tarde o temprano, llegaremos a dicha etapa, está en cada uno de nosotros decidir de qué manera queremos utilizar el tiempo que tenemos. Si deseamos vivir arrepentidos por lo que alguna vez dijimos o callamos, pensando en lo que hubiera sido, creando un mundo imaginario que nos aísla del verdadero; o atesorar la memoria de aquellas personas que ya no están físicamente con nosotros, agradecer las cosas que nos enseñaron, y abrir nuestro corazón para expresar día a día lo que sentimos hacia las que aún nos acompañan, y no hasta que sea demasiado tarde.

Cuando una mariposa, después de días que parecen siglos, emerge al fin de su capullo, despliega sus alas y vuela en libertad, jamás añora su encierro, pues ahora tiene el cielo entero para navegar. Dejemos que las personas que se han ido, libres ya de las limitaciones del cuerpo, de dolor y sufrimiento, nos abracen tiernamente con su recuerdo. Por ahora viven en nuestro corazón, pero algún día volaremos juntos otra vez.
A Dani Macedo
DEP
16/08/2016