“¡Van a
volver, van a volver!
¡Las balas que
disparaste van a volver!”
Se
me hinchan las venas,
se
me tensa el cuerpo
al
momento en que el grito
sale
de mi garganta.
Me
emociona proclamar la venganza
hacia
aquellas personas que,
según
mi juicio,
la
merecen.
Pero
también hay miedo;
y
me pregunto:
¿Encontrarían
mis dedos la fuerza
si
tuviera que jalar de un gatillo?
¿Qué
pasaría por mi mente al ver que,
en
una mirada,
la
vida desaparece poco a poco?
Pero,
¿qué no la vida desaparece
todo
el tiempo?
¿Qué
no se la llevan a su paso
las
máquinas en su fragor civilizatorio?
¿Qué
no la arrebata el policía
de
un disparo cobarde
en
nombre de la ley?
“¡La sangre que derramaste la pagarás!”
Una
mezcla de anhelo, furia y temor
pareciera
pedirle a las balas
que
se disparen solas,
y
a los fuegos que,
por
sí mismos,
consuman
hasta el último escombro
de
esta ciudad de mierda.
¿Qué
detiene mi mano?
La
represión tuvo su efecto
al
hacerme dócil.
A
cincuenta años
lo
que no se olvida
es
la lección aprendida
de
que la violencia sólo es legítima
cuando
viene de un zombi uniformado.
El
verdadero terror lo siente aquel
que
tiene mucho que perder,
porque
sabe bien
que
el día que venza el miedo,
toda
la vida que despojó
le
será arrancada de golpe
y
yacerá su cuerpo como punto final
de
su propia esquela de muerte.
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